Uno, dos, tres crujidos. Cada temeroso paso sobre la rechinante madera delataba a Loretta, quien había ingresado a la que un día fue la mansión más famosa de la zona. La pequeña Loretta se detuvo en seco al oír un extraño crujido detrás de sí, reunió el valor y se giró, pero a sus espaldas no había nada; solo oscuridad. Sus lentos pasos dejaban el sonido de huesos rompiéndose en el aire que llevaba la niebla de la noche, el frío era palpable, y Loretta lo sabía. Aunque, ella no se interesó demasiado en la temperatura, puesto que el sutil sonido de los huesos rompiéndose bajo sus pies era insoportablemente terrorífico. Su blanco vestido se arrastraba por el suelo, obligando a llevarse consigo los huesos que yacían en el suelo desde quién sabe cuándo. La luz en el lugar era casi inexistente, por eso Loretta sentía que sus nervios iban a salirse de control aquella noche. No obstante, trataba de tranquilizarse a sí misma diciéndose una y otra vez «no son huesos de personas, no son huesos