Como cualquier otra persona caminaba yo por la vereda cuando, de pronto, el cabello se me llenó de cenizas y ese olor a humo me retorció el estómago. ¡Pero nada veía yo que ardiera! Nada de nada, solo personas tranquilas. Hasta que esas personas tranquilas dejaron de ser personas tranquilas y con sus dedos apuntaban en una misma dirección, como si se les fuese la vida en ello. Otros tantos tenían sus teléfonos celulares en mano. A mí me bastó con girar la cabeza y observar aquella atrocidad: ¡Nuestra Señora era devorada por las llamas! ¡Qué dolor inundó mi pecho, qué tristeza la que me consumía, qué desgracia la que ocurría frente a mis milenarios ojitos! Y yo que llevaba tantísimos años por la vereda, anonadado por su hermosura. Ahora, solo vería cenizas, ¡sí, cenizas! Lo más triste de mi historia es que, todos observaban y no hacían nada por intentar apaciguar el fuego. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a dejar que tal preciosura se destruyera tan fácilmente, ¿que qué hice? Pues