Como cualquier otra persona caminaba yo por la vereda cuando, de pronto, el cabello se me llenó de cenizas y ese olor a humo me retorció el estómago. ¡Pero nada veía yo que ardiera! Nada de nada, solo personas tranquilas. Hasta que esas personas tranquilas dejaron de ser personas tranquilas y con sus dedos apuntaban en una misma dirección, como si se les fuese la vida en ello. Otros tantos tenían sus teléfonos celulares en mano. A mí me bastó con girar la cabeza y observar aquella atrocidad: ¡Nuestra Señora era devorada por las llamas! ¡Qué dolor inundó mi pecho, qué tristeza la que me consumía, qué desgracia la que ocurría frente a mis milenarios ojitos! Y yo que llevaba tantísimos años por la vereda, anonadado por su hermosura. Ahora, solo vería cenizas, ¡sí, cenizas! Lo más triste de mi historia es que, todos observaban y no hacían nada por intentar apaciguar el fuego. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a dejar que tal preciosura se destruyera tan fácilmente, ¿que qué hice? Pues me desvié de mi eterna vereda y me adentré en Nuestra Señora.
¡Ay, pero qué furia tan inexplicable la que me atacó cuando recordé lo que era y lo que no podía hacer! Con razón que nadie me prestaba su atención, ¡invisible, sí, eso era! Un maldito y desahuciado fantasma de Nuestra Señora, eso era yo, ¡y todavía me creía alguien en la vereda!
Entonces no pude hacer nada, ni siquiera entregar mi vida por Nuestra Señora. Lo único que pude hacer fue tratar de reparar mi corazón; el mismo estaba destrozado en innumerables piezas, y cada una era un recuerdo, un maldito recuerdo. Y con las fantasmagóricas lágrimas que no sentía al borde, me dediqué a leer una vez más mi querido libro: Nuestra Señora de París.
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