Ha pasado tanto tiempo, tanto tiempo, que a estas alturas no recuerdo el color de sus ojos, ni la forma de sus labios; tampoco las manos, ¡nada de nada! Lo único que conservo es ese arrasador sentimiento de felicidad cuando su recuerdo viene a mi mente, un dolor en el pecho, el calor en mi rostro. Sin embargo, y si acaso alcanzo a recordar, siento miedo. ¿Me reconocerá? Yo, desde la distancia, sí le reconocería, eso creo.
Y, si sus ojos se llegasen a encontrar con los míos, ¿quedaríamos atados por toda la eternidad? O, quizá, no ocurra nada. Cuando le vea sentiré la necesidad de ir a su lado, recitarle un poema, y hasta no dejarle ir nunca más. Sostener su mano entre las mías para luego llevarlas a mi rostro y que me acaloren hasta el punto del no retorno. Le diré lo mucho que le he echado de menos y le preguntaré si ha pensado en mí tanto como yo lo he hecho respecto a su persona. Y, si se da algo, le recordaré que somos la progenie del demonio, que somos incestos, ¡que no tuvimos que haber nacido! Malditos desde el día en que subimos las escaleras a media noche. Malditos desde esa libidinosa noche. ¡Maldito mi corazón! Cuántas desgracias supimos que este amor acarrearía y, a pesar de ello, no le dimos tiempo a la razón y dejamos nuestros corazones a la deriva, que reflejasen hasta en el más recóndito charco la prueba de nuestra inocencia.
Pero cuántas desfachateces digo, ¡cómo olvidarlo! Si somos iguales, los muñecos de dresde, piel de porcelana y ojos de mar, cabellos de oro y corazón destrozado. ¡Oh, mi querido hermano! ¿Qué hemos hecho?
"No es nuestra culpa, Christopher, no lo es". De todas maneras, no puedo hacer nada desde aquí, desde esta pútrida celda. No puedo ni moverme diez metros. No puedo verle, ni hablarle. Me estoy marchitando, sí, está ocurriendo. Ya no soy la misma flor en el ático que vestía leotardos rosados, la que veía su bonita figura en el espejo y cuidaba a los gemelos. Ya no pinto de color amarillo nada, puesto que ya no tengo esperanza. Ahora solo soy, solo soy, una flor marchita.
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