Las ramas secas de los árboles producían un sonido espantoso gracias a un grupo de aves y el fuerte viento. En medio del bosque de Arosmile sus ojos buscaban un inexistente halo de luz, hasta que de pronto sintió la presencia de alguien más. Lo siguiente que sintió fue una estaca de metal que se adentró en su pecho. El terror acechaba, ¡puesto que no había sangre en su vestido! Y dolía como el desamor. Ahora su alma descansa.
Ha pasado tanto tiempo, tanto tiempo, que a estas alturas no recuerdo el color de sus ojos, ni la forma de sus labios; tampoco las manos, ¡nada de nada! Lo único que conservo es ese arrasador sentimiento de felicidad cuando su recuerdo viene a mi mente, un dolor en el pecho, el calor en mi rostro. Sin embargo, y si acaso alcanzo a recordar, siento miedo. ¿Me reconocerá? Yo, desde la distancia, sí le reconocería, eso creo. Y, si sus ojos se llegasen a encontrar con los míos, ¿quedaríamos atados por toda la eternidad? O, quizá, no ocurra nada. Cuando le vea sentiré la necesidad de ir a su lado, recitarle un poema, y hasta no dejarle ir nunca más. Sostener su mano entre las mías para luego llevarlas a mi rostro y que me acaloren hasta el punto del no retorno. Le diré lo mucho que le he echado de menos y le preguntaré si ha pensado en mí tanto como yo lo he hecho respecto a su persona. Y, si se da algo, le recordaré que somos la progenie del demonio, que somos incestos, ¡que no tuvimos