Dos, tres, cuatro flores. Amelia solía contarlas día tras día luego de su castigo, era una manera de olvidar lo que le ocurría. Habían tantas en el prado que rodeaba la cabaña que le era imposible contarlas todas, y siempre habían. Podía parecer aburrido, pero para Amelia era su consuelo. Después de todo, ¿qué más se le puede pedir a una niña perdida que vive con un hombre desconocido en medio de un prado recóndito?
Ha pasado tanto tiempo, tanto tiempo, que a estas alturas no recuerdo el color de sus ojos, ni la forma de sus labios; tampoco las manos, ¡nada de nada! Lo único que conservo es ese arrasador sentimiento de felicidad cuando su recuerdo viene a mi mente, un dolor en el pecho, el calor en mi rostro. Sin embargo, y si acaso alcanzo a recordar, siento miedo. ¿Me reconocerá? Yo, desde la distancia, sí le reconocería, eso creo. Y, si sus ojos se llegasen a encontrar con los míos, ¿quedaríamos atados por toda la eternidad? O, quizá, no ocurra nada. Cuando le vea sentiré la necesidad de ir a su lado, recitarle un poema, y hasta no dejarle ir nunca más. Sostener su mano entre las mías para luego llevarlas a mi rostro y que me acaloren hasta el punto del no retorno. Le diré lo mucho que le he echado de menos y le preguntaré si ha pensado en mí tanto como yo lo he hecho respecto a su persona. Y, si se da algo, le recordaré que somos la progenie del demonio, que somos incestos, ¡que no tuvimos
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